(Daniel 10)
22 DE MAYO DE 2014
El profeta verdadero sufre. Pierde el hambre y el sueño. No quiere ser elegido para dar el mensaje. Desearía huir y sabe que no debe. Ve como los demás se desentienden. Están ciegos ante la evidencia.
El profeta verdadero sufre. Se queda solo contemplando la visión certera. Su tez palidece. Su cuerpo tiembla. Entiende el mensaje y cae al suelo. Pierde las fuerzas. No puede enderezarse. Enmudece. Siente que muere ante cada predicción. Como único testigo, lo que recibe le sobrepasa. Se queda sin testigos que le acrediten.
El profeta verdadero sufre aunque es persona apreciada por Dios. Lo que este le transmite es algo indescriptible. El receptor se siente más insignificante que nunca. Ve su poca valía. Su carencia para transmitir a otros lo que debe.
¿Cómo hacerlo? Sólo la fuerza que ofrece quien da la profecía le levanta y elimina su inmovilidad. Sólo Dios Fuerte da convencimiento. Dota a su enviado. Mas esto no garantiza que sea aceptado en su entorno.
Por eso, el miedo no desaparece, de ahí que el profeta verdadero sufra. El aire se niega a penetrar en los pulmones. La espera hasta ver el cumplimiento de lo prometido se hace eterna. Se angustia. Debe aceptar que el temor será su compañero siempre. Él y el miedo serán inseparables. No obstante, el que manda la profecía da como contrapartida el valor. Se convierten en tres: el enviado, el miedo y la valentía. Un rebujado explosivo difícil de ordenar.
La suerte está echada. ¿Quién gana? Gana el Todopoderoso porque consuela, comprende y anima. Convence de autenticidad. “No temas, pues eres muy apreciado. La paz sea contigo. Ahora sé fuerte y ten ánimo”. Es él quien, además, pone palabras concretas en la boca de el elegido que sufre de mudez.
El profeta verdadero sufre. No busca nada para sí. Teme tanto equivocarse como tener razón.
Pero alrededor también revolotean los otros. Los que con falsedad se envanecen de ser enviados. Los que no tienen ninguna duda porque tienen claro su objetivo. Los que sin serlo se llaman elegidos. Los que pronuncian discursos vanos. Los que juegan con los sentimientos ajenos. Los que regalan palabras dulces a los que escuchan para ganarse su estima.
Reitero: no todos son llamados a ser profetas. No todos permanecen receptivos. No todos tienen el valor suficiente para recibir el prodigio.
Nos toca discernir.
*Entiéndase profeta en femenino y masculino.